Lanzamiento virtual del Taller Poderosas Poéticas

Lanzamiento virtual del Taller Poderosas Poéticas

 

por Alba Murúa

 

“Lea usted poesía todos los días. La poesía es buena porque ejercita músculos que se usan poco. Expande los sentidos y los mantiene en condiciones óptimas. Conserva la conciencia de la nariz, el ojo, la oreja, la lengua y la mano. Y, sobre todo, la poesía es metáfora o símil condensado. Como las flores de papel japonesas, a veces las metáforas se abren a formas gigantescas…”

 

Así dice Ray Bradbury en su precioso ensayo El zen en el arte de escribir.

 

Y en eso estamos. Desde que escuché de labios de mi madre las primeras rimas, desde que me cantó las primeras nanas. Desde que me enseñó a recitar poemillas para niños de García Lorca o Juana de Ibarborou. Desde que en la escuela descubrí la punta del ovillo de las infinitas posibilidades de la palabra poética y me transformé en una lectora voraz.

Desde que escribí el primer poema que recuerde, a los diez años, un poema para mi padre en que lo comparaba con un olmo (árbol que sólo había visto en sueños, al decir de Bachelard).*

 

Descubrí que la poesía iba más allá de la música (Serrat, Manzi, Spinetta, Heredia, por citar sólo algunos) y del verso: Juan Ramón Jiménez y su Platero y yo;  Saint Exupery y El principito; El cartero del rey de Tagore -una delicia que se deshacía en la boca al decirla-. Era un tiempos de maestras inquietas que me acercaban al coro hablado y a extensos poemas que recitaba sobre el escenario vestida según la ocasión de cada fecha patria. 

 

Luego, en la adolescencia, descubrí la poesía del barro y de la leña crepitando, de las estrellas y de las tormentas. Y el enamoramiento,  la emoción que arreciaba, dolorosa experiencia para una jovencita tímida siempre al borde del precipicio.

 

Todo se volvía poema. Y de tanto leer a Neruda, comencé a escribir una serie titulada “Odas a la lluvia”.  Informada de que demasiados habían tomado el mismo motivo lírico, la dejé. Sin ningún maestro como guía, había descubierto el peligro de la repetición y, después, de la metáfora muerta aunque eso me llevó algún tiempo más. Pero -como cualquier aprendiz- imitaba lo que leía y releía (a falta de poemarios repasaba una y otra vez , los que tenía) así fue que escribí sonetos aggiornados al estilo de Cien sonetos de amor. * 

 

Uno de ellos fue publicado en una revista literaria gracias a Julia, mi profesora de literatura de cuarto año, que apreciaba mi ímpetu. Todavía la evoco leyendo a Machado, a Bécquer, a García Lorca. Y hablándonos por primera vez en nuestra vida del Fondo Monetario Internacional. 

Recuerdo un blazer verde seco que hacía juego con sus ojos, su eterno cigarrillo, su desfachatez al sentarse sobre el escritorio, su ironía, su forma de sonreír. La perseguía por los pasillos, lo que demuestra cuánto necesitaba un maestro que no llegaba a mi vida ya que la sola idea de tener una hija poeta espantaba a mi padre, niño campesino devenido en obrero metalúrgico.

 

Ya había demasiados poetas en la familia, aunque era casi un secreto vergonzoso.  Sólo de vez en cuando uno de mis tíos me recitaba versos y me pasaba libros extraños subrepticiamente.  

 

Luego me puse a trabajar por encargo. Al enterarse mis compañeras de mis composiciones, me encargaban poemas para regalarles a sus novios. Les preguntaba cómo eran y por qué los amaban, escribía el poema a la carta y ellas se lo entregaban como si hubiesen sido las autoras. ¡Dichosa Cirano,* que sólo sufría por sus propios amores no correspondidos! A uno de estos chicos esquivos le escribí un poemario completo, que luego quemé o perdí, como tanto de aquel tiempo.

 

Rayando mis veinte descubrí la poesía erótica, también la que vivía en la prosa, en los grandes clásicos rusos, franceses y la poesía de los grandes autores de la ciencia ficción .

 

Luego llegó el profesorado, como un deslumbramiento que me recordó a cierto profesor de música que me presentó por primera vez a Bach y a Behttoven. 

 

Llegaron a mí organizadamente la amada generación del 27 española en pleno y las vanguardias de principios del siglo XX.  Aumentaron mis lecturas, pero entré en un ambiente docente -no tanto poético- así que, de algún modo seguí siendo autodidacta. Pasé también por una etapa dolorosa y oscura en que reprimí mi vocación, ya que leer a tantos grandes me hacía exclamar para qué,  para qué si hay dos poetas por cuadra solo en mi barrio, para qué si tantos grandes han escrito tan maravillosos poemas.

 

Pero claro, hay que leer poesía todos los días, abona las tierras áridas, desafía la lógica, despega el espíritu de la mediocridad en que amenaza hundirse, nos aleja de la televisión y de lo fútil, porque nada es más pleno, más eterno, más imprescindible más diáfano y difícil, más maravilloso. 

 

Pero -cuidado- si todos los días se consumen malos versos, esos que  copian, que pretenden ser los mejores pero son rimbombantes y melosos, una puede terminar seriamente dañada. Mejor abstenerse: mirar el cielo largamente,  escuchar los pájaros y cuidar el jardín, como decía Baldomero,* porque no se hallará la poesía en malos versos como no puede taparse el sol con las manos (¡vivan las metáforas muertas!)

 

Por eso, después de ver tanta página que se dice poética, tanto muro que chirría, decidí compartir mi experiencia y mis continuas lecturas de clásicos y contemporáneos.

 

¡Pongo en marcha el taller y los/as invito!

 

  • Gastón Bachelard. La poética de la ensoñación.
  • Pablo Neruda. Cien sonetos de amor.
  • Cyrano de Bergerac, poeta francés inmortalizado por la obra dramática de Edmond Rostand (1897).
  • Baldomero Fernandez Moreno (poeta argentino, 1886-1950): Quitar las hojas secas/ a mis plantas,/ tomar la pluma/ y escribir dos versos/ besar tus labios,/ sonreír al hijo…/ No tengo fuerzas para más,/ni quiero. (“Cansancio”).

 

 

¿Querés saber más sobre el taller?

Escribime:

Correo: albamurua@gmail.com

Instagram: @poderosaspoéticas

 

 

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